cuento

La carrera

«La perfección es una pulida colección de errores».

Mario Benedetti 

El Mejor miró hacia el cielo y se dio cuenta de que este día sería distinto. El sol no se distinguía tan colosal y áureo. Las nubes comenzaban a ocultar su sombra. Sus cuatro compañeras de carrera se mostraban incapaces de comprenderlo. Y los murmullos de su mente, que hasta entonces vanagloriaban su nombre, habían devenido en ensordecedores chillidos que le impedían pensar claro. Estas sensaciones, nuevas y nada agradables, estaban bloqueando la meta a la carrera de su vida.

Usualmente barría los momentos incómodos por debajo de la alfombra del olvido y se enfocaba en estar siempre un paso por delante de los demás. Su existencia no se caracterizaba por haber acumulado un acervo de amigos, y aunque esto le parecía extraño, asumía que aquellos que no lo admiraban, simplemente no lo comprendían.

Ya desde la largada de su corrida personal, el Mejor se había inmerso en dudas al respecto. «En casa soy el Mejor», se decía, viendo brillar los amaneceres, «en la escuela soy el Mejor». «¿Entonces por qué no todos quieren estar conmigo? ¿Acaso me tienen miedo?». El Mejor pensaba que sus compañeros de clase, casi todos mayores que él, cargaban consigo alguna especie de alimaña que los alejaba, los espantaba. Desde su punto de vista, ellos temían ser avasallados, superados y degradados por alguien de menor edad.

Así, mientras recorría la primera vuelta de la carrera, el Mejor se fue apropiando de la premisa de «estar solo es mejor que estar mal acompañado». No prescindía demasiada compañía para proseguir con sus logros. No necesitó del recreo del jardín de infantes, de las escondidas en la plaza, ni del afecto de un grupo grande. Con ser el Mejor le bastaba para llevarse la niñez por delante. Y en aquellos escasos momentos en los que le urgía algo de infancia, sus padres se ocupaban de facilitarle amigos de otra localidad para distraerlo durante los meses de verano. 

Los retos locales no fueron suficientes, y, promediando la segunda vuelta, al Mejor lo mudaron a la gran ciudad. Allí, los amaneceres brillantes comenzaron a tornasolarse y, gradualmente, a pigmentarse de colores un poco más oscuros. Obviamente, habituarse a un nuevo lugar no le suponía un gran desafío, pues nada iba a impedir que avanzara en su carrera. Los compañeros que ahora lo rodeaban no pensaban lo mismo, y si en la primera vuelta el Mejor se sentía incomprendido, en el transcurrir de la segunda podía percibir la provocación. Él lo atribuía a la envidia o a que venía de un lugar diferente, y todo esto lo hacía sentir fuera de lugar. Frustrado, se fue encerrando cada vez más en su mundo y desconfiando de todo aquel que se le acercara. «Cada agresión me vuelve más fuerte», se reconfortaba, y continuaba hacia adelante en su carrera desenfrenada.

Al llegar la época universitaria, comenzando la tercera vuelta, el Mejor se preguntó qué profesión le permitiría seguir corriendo. Los amaneceres, que antes tanto admiraba, ya directamente le resultaban intrascendentes. Se sumergió entonces en una licenciatura que, aunque no lo inspiraba, le presentaba algunos desafíos insospechados, y se dio cuenta de que, en este contexto, alcanzar sus metas era más difícil de lo normal. Sin embargo, ser el Mejor no estaba en tela de juicio, era incuestionable. De esta manera, desarrolló toda una nueva estrategia de recursos (algunos legales; otros, suspicaces), que le permitieron continuar con su liderazgo. Descubrió compañeros que pensaban de forma similar, pero que no eran suficientes para disputar su primacía. Así, en este giro fue consagrado concluyentemente como el Mejor de todos. Sonrió, descansó cinco minutos y continuó corriendo sin preguntarse qué haría al llegar a la meta.

«Este país me queda chico», se dijo luego, y comenzó la cuarta vuelta de su carrera en el extranjero. Su nueva misión era descubrir astros que le alumbraran el amanecer de un modo diferente. Para ello, debía atraer a mejores corredores y demostrar que era capaz de superarlos. No le importó tener que trabajar catorce horas al día y tres de cada cuatro fines de semana. La carrera así lo requería.

En la quinta vuelta, el Mejor decidió correr contra los estudiantes de las mejores escuelas del mundo. Allí fue cuando tropezó por primera vez. La pista parecía limpia, pero encontró algunas piedras que entorpecieron su paso. Las escuelas, extrañamente, no solo no se desesperaron por aceptarlo, sino que todas lo rechazaron. «Primera vez en mi vida que no consigo lo que me propongo», reflexionó. Y se sentó a descansar a un costado, viendo a los corredores pasar. Le costó levantarse.

Fortuitamente, apareció en su camino una mujer que, sin saberlo, lo ayudó a incorporarse. «Qué extraño», pensó el Mejor, «se acerca a mí en mi momento de mayor vulnerabilidad y no cuando puedo impresionarla con la velocidad de mis pasos». «¿Será que puedo correr mejor con ella a mi lado?», se cuestionó. Y fue así que corrieron juntos la sexta vuelta de la carrera, tratando de alcanzar a los demás. 

Pocos meses pasaron hasta que el Mejor consiguió su tan deseado anhelo de ser admitido en una de las mejores universidades del mundo. En ese instante, comprendió que ya no podría funcionar como una unidad y le propuso a la mujer correr para siempre con él. Cuando ella le dijo que sí, se sintió el hombre más feliz del mundo, arropado por un sol radiante cuyos rayos envolvían su cuerpo con una calma que en mucho tiempo no había sentido.

Sin embargo, en la séptima vuelta, sus ansias de llegar primero superaron cualquier consideración por la mujer. Prácticamente la arrastró hasta pasar a los demás corredores. «Qué importa que no los conozcamos», pensó el Mejor mientras, hipócrita, saludaba a quienes iban dejando atrás. «Lo importante es que nuevamente vamos primeros».

En la octava vuelta, a pesar de su promesa, el Mejor dejó a la mujer varios metros atrás. La exigente universidad fue su principal objetivo, y enfocándose al máximo, consiguió graduarse con los más altos honores. «Aquí he vuelto a dejar mi marca», se dijo mientras, orgulloso, recibía el diploma que lo acreditaba, al final de la primera de las dos etapas de la carrera, como uno de los líderes de la competencia.

Al comenzar la segunda etapa, en la novena vuelta, el Mejor se dispuso, por sí solo, a conseguir un nuevo trabajo en otra ciudad. Varios le advirtieron que estaba ingresando en un lugar con reglas rígidas y vasta burocracia, pero eso no lo asustó. «Estoy acostumbrado a correr como yo quiero», replicó. Así que logró avanzar vuelta tras vuelta. «Es fácil, yo soy mejor que la mayoría de mis colegas. Consigo resultados muy superiores a ellos aun sin esforzarme al máximo. Miro al sol de frente mientras los de atrás se cubren de nubes».

El Mejor estaba feliz, su carrera alocada seguía desarrollándose sin traba alguna, por lo que, en la décima vuelta, pudo tomarse el tiempo de dejar que la mujer corriera nuevamente a su lado y que, incluso, se sumaran dos corredoras. Ellas, aunque pequeñas, rápidamente se acostumbraron a su paso. O eso creyó.

Transitando la undécima vuelta, los cuatro llevaban extensa ventaja sobre los otros. Al mismo tiempo en que duplicaba la cantidad de negocios de su empresa, el Mejor corría ahora por el mundo conociendo flamantes ciudades y gente nueva. Los viajes, a destinos cada vez más interesantes, eran la oportunidad para enseñarles a los clientes sus mayores habilidades y, además, suponían pequeños escapismos en los que podía pensar cuál sería su siguiente paso. Sus jefes recompenzaban sus logros y, en consecuencia, él mejoraba su estilo de vida. «Sigo primero y cómodo», se vanaglorió. Y se permitió sumar a su grupo de corredores a una cuarta participante.

Hasta que llegó la duodécima y última vuelta de la carrera. 

El Mejor decidió encararla solo, pues según sus planes, sería lo más rápido. Sin embargo, sus piernas, reflejando el cansancio de su extenuante camino, no le respondieron como quiso. «Debe ser algo pasajero», se dijo, extrañado, e intentó volver a darse impulso. No podía avanzar. Y, para colmo de males, se estaba haciendo de noche. La oscuridad se propagaba a cada momento un poco más, como si quisiera obstaculizar su avance. Visiblemente turbado, el Mejor empezó a denostar al crepúsculo y a culparlo por ese momento tan miserable. «No se puede confiar en nadie», bufó, mientras se erguía firme contra el suelo. Casualmente miró a sus cuatro compañeras y se alarmó al notar que, extenuadas, le pedían con urgencia un poco de agua. Espantado, observó su reflejo en la cuba de líquido y no se reconoció. Una turba de pensamientos sofocantes le agotó la mente. Por primera vez, se sintió perdido, sin saber cómo ni hacia dónde correr, mientras las primeras gotas de lluvia navegaban por su rostro. Lo inundó un vasto sentimiento de desdicha.

Pronto la tímida garúa se convirtió en un aguacero. El Mejor trató de cubrirse como pudo, implorando que terminase de una vez. En cambio, sus compañeras cambiaron su expresión agotada para dar paso a alegres cánticos y bailes sobre los charcos. En ese momento, al verlas, el Mejor sintió unas insostenibles ganas de llorar. Salió arrastrándose de la pista y se escondió.

Su llanto se hizo eterno. Abismal. Satánico. Se sintió ahogado en medio de un maremoto que destrozaba sin piedad sus zapatillas.

Y se dio cuenta de que su carrera acelerada ya no tenía sentido. Que la meta no era tal. Que ganar era irrelevante.

Emergió entonces de su encierro y, caminando sin importarle más la lluvia, halló un pedazo de papel casi estropeado en el que apenas, con los ojos vidriosos, alcanzó a leer un viejo refrán:

 

Ser feliz no es tener una vida perfecta. Ser feliz implica usar las lágrimas para regar la tolerancia; las pérdidas para refinar la paciencia y los obstáculos para abrir las ventanas de la inteligencia.

 

Fue así como aquel que alguna vez se proclamó el Mejor se acercó a sus cuatro compañeras de carrera, les hizo señas para caminar juntos hacia la salida del estadio y, mirando al cielo, pidió perdón.

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